IVÁN CANDEO. HAY UN GOYA EN LA SOPA

 

 

 

 

30.04.22 > 07.22

 

HAY UN GOYA EN LA SOPA
de Iván Candeo

 

 

Alarcón Criado presenta la segunda exposición individual de Iván Candeo en la galería, bajo el título “Hay un Goya en la sopa”, cuya propuesta parte de la existencia de un número importante de pinturas atribuidas al artista Francisco de Goya, que fueron adquiridas como cuadros originales por coleccionistas privados o vendidas en mercados de segunda mano como obras auténticas del pintor español. Una situación que se hizo común en todo el mundo, especialmente en Francia, Italia, Austria y también en España o Venezuela.

Iván Candeo nos remite a los medios estratégicos mediante los cuales expertos, periodistas, críticos y coleccionistas dieron por buena la historia de la presencia de cuadros de Goya en Venezuela. Se interesa por el procedimiento de identificación de grafismos a modo de «microfirmas» y posterior certificación de los cuadros.

La exposición reúne toda una serie de dibujos, imágenes fotográficas y pinturas en los que elementos propios del aparato de legitimación de obras de arte (documentos legales, artículos de prensa, reflectografías infrarrojas, flechas y firmas relacionados con los Goya de Venezuela) quedan despojados de validez y evidencia científica, sustituyendo la función utilitaria que tienen las imágenes dentro del proceso de autentificación por una más simbólica, con las que poder identificar algunos rasgos distintivos de una época y contexto. Como bien señala en el texto que Iván de la Nuez le dedica a la muestra, «Goya es un estado mental de la cultura de Occidente, el adjetivo recurrente que mejor define sus consternaciones».

La muestra se completa con una instalación de dibujos a tinta china sobre hojas de agenda del año 2020 y la pieza titulada Un dólar, que como las obras dedicadas a los Goya de Venezuela, redunda en las fluctuaciones que se producen en el campo artístico sobre el valor material, monetario y simbólico.

¿ENTONCES QUÉ?
Texto de Iván de la Nuez

 

 

Cuando Andy Warhol pintó a Mao, le extirpó la verruga del rostro. Como si este ejercicio de Photoshop avant la lettre fuera suficiente para lavar sus horrores. Como si ese lifting facial bastara para licuarle la revolución cultural a un Occidente siempre dispuesto a pujar por los retratos del Líder Supremo, mucho mejor si ya venían despojados de esa pequeña gran mácula.

El artista venezolano Iván Candeo (Caracas, 1983) le ha estado dando vueltas últimamente a ese ejercicio de borrón y cuenta nueva. Unas veces, desde sus propias sustracciones en la historia lejana del arte: Tinguely, Reinhardt, Malevich, Turner, Mondrian. Otras veces, añadiendo la verruga eliminada a otros rostros de la historia cercana de la política: el cubano Díaz Canel, el nicaragüense Ortega, el venezolano Maduro. (Atornillando su hermandad a base de colocar la protuberancia del dictador chino en la barbilla, la zona del bigote o la frente de estos seres).

Estos ensayos dibujados son, finalmente, herramientas de trabajo. Aperos con los que tantear historias hipotéticas sobre el cráneo de Rómulo Gallegos, la conexión entre imagen y exilio o icono y fetiche, el acto de mirar para ser mirado, la posición del ojo en la pintura, aquellos objetos que jamás pueden perderse de vista. Esquinas de un paisaje automático que, de vez en cuando, Candeo se da a la tarea de violentar al son de esta pregunta: “¿Entonces qué?”

Pues entonces, con todos esos pertrechos, es posible dar paso a un experimento más ambicioso y “mostrable”. Tal es el caso de la presencia de Goya en Venezuela. Una trama que dio lugar a un libro homónimo publicado en inglés (1993) y escrito al alimón entre Arnold Zingg, Robert C. Lespinasse B. Y Rolph Z. Megdessy (este último uno de los forenses más connotados del mundo del arte en el siglo XX).

De Francisco de Goya y Lucientes lo sabemos casi todo. Que nació en Fuendetodos (1746) y falleció en Burdeos (1828). Que tuvo una vida larga, sobre todo si atendemos a los estándares de la época. Y que desde su inmortalidad no ha dejado de azotarnos con una influencia que se renueva a rachas.

Desde esa estancia post mortem, también sabemos que Simon Schama se huele en el Guernica una obsesión de Picasso con el maestro aragonés, mientras que Gombrich percibe alguna pintura suya como el ¡Yo acuso! del arte y Susan Sontag no duda en calificar -en Ante el dolor de los demásLos desastres de la guerra como un antecedente directo de la fotografía documental.

Sabido es, asimismo, que a José Ángel Valente le deslumbra el doble perfil -impresionista y expresionista- de su legado, y que los hermanos Chapman llegan al punto de comprar primero, e intervenir después, los grabados interrumpidos por su muerte. España honra con su apellido a sus premios más conocidos del cine, un arte que, por otra parte, no ha sido ajeno a su genio. Y no solo por las películas que se le han dedicado, sino por su impronta en la atmósfera visual de Luis Buñuel, Alfred Hitchcock, Carlos Saura, Tomás Gutiérrez Alea o Milos Forman.

Goya es un estado mental de la cultura de Occidente, el adjetivo recurrente que mejor define sus consternaciones. No hay cultura en este hemisferio que se resista a “aplicarlo”, ni arte “nacional” que no disponga de sus versiones particulares de lo goyesco.

Por todo eso, es poco interesante el enésimo ejercicio de verificación de sus pinturas “venezolanas”. De hecho, si fueran falsificaciones no lo serían porque no tuviéramos investigaciones meticulosas sino, precisamente, porque disponemos de ellas.

A fin de cuentas, a la hora de buscar en Google esa conexión de Goya con América Latina (y en particular con Venezuela), el resultado más abrumador no se refiere al pintor, sino a las conservas. A esas latas Goya que, a los dos lados del Río Bravo, los latinos consumimos masivamente.

Esos productos que -de los frijoles al boniatillo pasando por la salsa de adobar el puerco- indican también nuestra relación con el romanticismo. Si el pintor Goya es el sumun de un coleccionista y su riqueza, el producto Goya es el sumun de unas clases populares que no requieren de link alguno con el arte para pasar la brocha de aliño sobre una pierna de cerdo o un pavo.

Para los primeros, es cuestión de honor. Para los segundos, de horno.

En el primer caso, sobresalen los hermanos Chapman. En el segundo, Iván Candeo. Unos, firmando sobre el mismísimo Goya. El otro, usando las supuestas “microfirmas” del pintor, que le sirven de aperitivo a su cocción venezolana de lo goyesco.

Claro que ambos intervienen a Goya, pero sus operaciones se establecen en las antípodas. Los Chapman pueden permitirse comprar esos grabados interrumpidos para actuar después sobre ellos y establecer su ficción sobre una obra verdadera, aunque inacabada. Candeo, por el contrario, actúa sobre una obra sospechosamente acabada hasta convertirla en una verdad inconclusa. Los Chapman sitúan a Goya en una estética propia de Disney, Candeo convierte nuestra realidad Disney en varios Goyas posibles. Los Chapman colorean la negrura mientras que Candeo sabe, con Bataille, que la oscuridad no miente. Que ser oscuro es una manera de ser goyesco. Que no hace falta pintar sobre él sino dejarse abducir por sus agujeros negros.

Y es que los Chapman acuden al refrito de la misma manera que Candeo opta por el asado. El Goya de los Chapman entra por los ojos, el de Candeo entra por la boca (a través de la vastísima oralidad de libros, artículos, documentos que hablan sobre sus pinturas venezolanas). Unos se presentan como iconoclastas, el otro como un iconófago. En los Chapman no se discute la autenticidad, Candeo pone bajo sospecha la autentificación.

Cuando el primer mundo practica la apropiación, siempre acaba presentando el resultado como original. Cuando la practicamos en América Latina, por más originales que seamos, al final siempre aparecemos como una copia. Mera cuestión de geopolítica estética.

En este proyecto, Iván Candeo nos remite a esos procesos mediante los cuales expertos, periodistas y críticos dieron por buena la historia de los cuadros de Goya en Venezuela. Incuso de la historia de Venezuela en Goya. Porque, aparte de sus propios demonios, el artista no puede resistirse a Bolívar (como su contemporáneo peruano José Gil de Castro).

Al final, el Goya de esta exposición se suma al principal movimiento de nuestra época, que es la inercia. Una verdad que Iván Candeo ha trabajado a conciencia. Ahí está su obra titulada así mismo, Inercia (2009), vídeo en el que un denodado ciclista venezolano pedalea en su bicicleta estática, intentando alcanzar, sin éxito, el ideal bolivariano. Y aquí, y ahora, este Goya que esconde su firma en Caracas como Warhol escondía la verruga de Mao en Nueva York.

Hay artistas para quienes lo contracultural habita en la ideología, la ciudad, la moral, el dinero. En Candeo, la contracultura tiene lugar en el tiempo. Como una corriente alterna en la marea, un ritmo desafinado, un objeto fuera de lugar.

Así las cosas, aquí no hay lugar para la duda nostálgica de la ucronía. ¿Qué hubiera pasado sí..? Candeo prefiere crear el acontecimiento, establecer las coordenadas para que sucedan las cosas y, ya sobre los hechos consumados, lanzar su pregunta favorita.

“¿Entonces qué?”