Encerrado en una fotografía montada en forma de díptico, con un metacrilato transparente sellando su superficie, como si de un expositor de calle se tratase, el estudio del artista Martin Freire aparece repleto de objetos, estructuras y figuras. Una escenografía, o un site-specific como le gusta recordar al artista, donde el caos del taller se ordena por medio de una pasarela que, recorriendo el escenario en altura, genera dos mitades enfrentadas en forma de abismo: dos caras complementarias, capaces de evidenciar, en última instancia, el ilusionismo y el ejercicio de ocultamiento propio de las técnicas publicitarias empleados por marcas y medios de comunicación en su construcción de una realidad paralela que ha suplantado a la realidad.
El conjunto se completa, además, con una curiosa cartela montada a la izquierda de la fotografía. Sobre una superficie también de metracrilato transparente, en lugar del clásico texto con el título, la técnica y la fecha, encontramos una piedra y un lema: “elemento de persuasión”. Un índice de lo real, un préstamo del mundo, un objeto, aunque también una amenaza, que hace del enfrentamiento de las dos mitades de la imagen un reflejo de la relación entre realidad y ficción. Esto es, la relación entre la cosa y el símbolo, entre lo que percibimos y lo que es: un espacio de ambigüedades y caminos sin salida que no dirigen, necesariamente, a la verdad. De fondo, encontramos el cuestionamiento del objeto artístico, así como de los lugares para su difusión, centros de arte, museos y galerías, aunque también revistas de tendencias y los spots de la televisión. Soportes, todos ellos, que Martin Freire interroga, una y otra vez, poniendo en relieve el carácter espectacular del arte, al mismo tiempo que muestra el carácter artístico de toda mercancía.
El lugar de trabajo del artista, tradicionalmente un paisaje vetado a la mirada del espectador, se muestra aparentemente transparente. Y sin embargo, su disposición obliga al espectador a pelear con un puzzle que muestra distintos materiales como metal, aluminio o distintos listones de madera que dejan entrever la frase “La realidad está frente a nosotros”. Una consigna de regusto situacionista que, si bien decoró los muros del Paris previo al 68, hoy bien podría presidir cualquier anuncio de televisión, ya ni siquiera sofisticado.
A su lado, aparecen otros objetos más alegóricos, como son un atril de director de orquesta o una máscara de lobo, elementos que elevan el juego compositivo al rol de la especulación formal que, en el fondo, es también social. De esta forma, el artista convierte un género clásico, como es la representación del taller, en un decorado, o un set de televisión abandonado, donde en lugar de ocultar la miseria, Martín Freire punta a ciertos males que aquejan nuestro tiempo, como pueden ser la obediencia ciega del consumidor-ciudadano, el control social velado de las empresas o la pérdida de la experiencia de realidad. Signos de un tiempo en que las marcas han colonizado el espacio público y la vida social. El mundo ya ni siquiera es un teatro, es un trampantojo: mostrar para esconder.
Pintado en apenas seis semanas, El taller del pintor, de Courbet, llevó la pintura a un campo expandido. El lienzo como laboratorio social donde no sólo aparecen figuras capaces de generar una ilusión, sino de llevar la vida y la muerte misma a la pintura. “El mundo que viene a hacerse pintar en mi casa”, como diría el mismo artista. Conocida también como Alegoría real, la obra inaugura un tipo realismo fascinado por las la dignidad de las cosas y las personas, que gracias a la literalidad, siempre desde lo particular, nos ofrece una visión de la sociedad que no excluye la pobreza y la marginalidad. Paradigma del pintor comprometido con su tiempo, Courbet acabó negando su participación en la Comuna de Paris. “Soy sólo un artista”, cuenta la leyenda que respondió al ser requerido por el orden una vez terminada la revolución.
La relación entre arte y política es la historia de un malentendido, de un desencuentro. Consciente de ello, el trabajo de Martin Freire pone en entredicho la supuesta capacidad de transformación del eslogan y de las frases hechas, es decir, del arte político de la proclama, presa fácil para los intrépidos creativos publicitarios, que como quien cambia de camisa son capaces de cambiar las cosas de sentido. En realidad, la única posibilidad de arañar el orden establecido pasa por generar pequeñas desviaciones del imaginario dominante y, más en concreto, por el trabajo de composición de formas y estructuras que cuestionen qué, cómo y con quién percibimos el mundo.
A fin de cuentas, las marcas hace tiempo que han dejado de vender productos. Su trabajo consiste, hoy, en comercializar formas y modos de vida. El capitalismo es una máquina capaz de integrar en su seno toda crítica para, una vez interiorizada, convertirla en fortaleza. Así, la radicalidad del arte “transgresor” sirve para actualizar el rostro de productos y empresas, siendo la transgresión un mito moderno del que se ha apoderado el sistema capitalista en su enésima reencarnación. Tal vez sea necesario, en vistas a invertir el sentido del combate, mimetizarse con este tipo de estrategias mediáticas, replicando sus estructuras lingüísticas y formales, como hace Martin Freire en su trabajo al desnaturalizar y desvestir, por medio de la emulación, el sistema espectacular. Como una maldición, todavía resuenan en el aire las palabras de William Burroughs en su camapaña para Nike, a principio de los años 90 del siglo pasado: “make evertything posible… The commin of new tecnology”.
Martín Freire explora los puntos ciegos donde el arte es capaz todavía de pelear contra la mercadotecnia. Campos de batalla donde la única posibilidad de victoria pasa por recuperar la experiencia como fuente de sentido. Por medio de formas que recuperan la tradición de las estructuras y los primeros entornos minimalistas, al tiempo que actualiza su potencial social, en tanto que entornos que precisan de la participación un espectador activo, sus construcciones nos muestran espacios y lugares potencialmente habitables, entornos literales que requieren, como en el teatro, de un espectador siempre. A pesar de ser tildado por los críticos como la la vanguardia de la decoración, el arte que investiga y trabaja sobre la forma y la percepcción, nunca será la decoración de la vanguardia. La representación en publicidad, nos recuerda Juan Luis Moraza, “constituye un ejercicio simbólico que oculta, en su visibilidad absoluta, un ejercicio de poder que no es imaginario, sino plenamente real”[1]. Se trata, pues, de darle la vuelta al calcetín: hacer de lo virtual, es decir, de lo imaginario, un espacio físico, un nuevo territorio para la vida social.
[1] Moraza, Juan Luis: Ornamento y ley. Procesos de contemporización y normatividad en el arte contemporáneo. Pag 42. CENDEAC, Murcia, 2007.