Roma es el más reciente proyecto del fotógrafo José Guerrero; un conjunto de treinta y tres fotografías y un tríptico en vídeo que recoge su acercamiento a la capital italiana y que se expone en la Galería Alarcón Criado de Sevilla hasta el próximo 29 de Abril.
Si hay un medio artístico que sabe de memoria es la fotografía, siempre (o casi) anclada en el pasado, aludiendo a lo que estuvo, presentando eternamente en silencio lo irrecuperable. Como las ruinas de Pompeya, la fotografía se muestra inmóvil, congelada, recreándose a sí misma eternamente como instantánea. Es enormemente translúcida en la relación iconográfica con su referente inmediato, pero opaca en su impasibilidad ante la mirada, desafiándonos como algo que nos es familiar, pero a la vez se escapa del completo entendimiento, un espacio borroso en el que lo reconocible convive con una falta, un obtuso detalle en la superficie cristalina de lo visible que lo perturba.
La Galería Alarcón-Criado presenta el más reciente proyecto del fotógrafo José Guerrero (Granada, 1979), realizado durante su residencia en la Real Academia de España en Roma durante el periodo 2015-2016 y que toma directamente como título el nombre de la ciudad italiana. Un proyecto en el que Guerrero prolonga su habitual investigación alrededor de espacios y lugares concretos, siempre en búsqueda de aquellos limítrofes y transformados por la acción humana, de las zonas fronterizas donde el paisaje natural y la ciudad se contaminan mutuamente. Roma sin embargo amplia el potencial de sus imágenes a nuevas cotas, conformando el conjunto de piezas más sólido y maduro de su carrera, un paso adelante en la necesidad imperiosa de dotar al registro documental de nuevas capas de significación.
En Roma encontramos rastros innegables de anteriores proyectos del autor, del interés por registrar el extraño comportamiento del paisaje en las zonas de extrarradio en Efímeros, al hermetismo de la imagen que caracterizaba las neblinosas instantáneas en The Bay. Pero Roma va más allá, quizás porque la propia ciudad, con su potente mitología, se ofrece como terreno ideal para capturar un trasvase instantáneo desde la imagen a la idea, una trascendencia de la superficie al interior de la imagen que la fotografía agradece especialmente. Pero también por una mirada, la de su autor, cada vez menos descriptiva, que huye de panorámicas que anclen al espectador para intentar entrar en los poros de la arquitectura, en la misma piedra antes que en las formas que adopta.
La Roma que nos trae Guerrero, cercenada, mediatizada por su particular acercamiento, está lejos de La Dolce Vitta Fellliniana, de los flashes y las pasarelas, del encanto mediterráneo o de la silueta reconocible, mostrándose más cerca de aquella Italia que el cine retrato en la austeridad de Rosellini y su gran discípulo Michellangelo Antonioni. Una ciudad en pause continuo y perturbadoramente irrompible, eterna e impenetrable en más de un sentido, una ciudad cuya mitología inunda incluso sus grietas y en la que las construcciones humanas parecen tan autónomas como la naturaleza.
El eje conceptual de este proyecto es claro, trabajar sobre los estratos arquitectónicos de la ciudad, retratarla desde una perspectiva en la que el registro documental no pueda escapar al carácter mítico que la reviste de indescifrables misterios, de una narración silente que surge al ahondar en los sedimentos iconográficos sobre los que se ha edificado. Pero es bajo la mirada del fotógrafo que esta apuesta, ya ambiciosa y fascinante per se, acaba deviniendo en imágenes que van más allá de la propia ciudad y aspiran a la universalidad, premeditada, por supuesto, en su huida de encuadres amplios que describan lugares concretos y fácilmente identificables cuando se acerca a las gloriosas ruinas del pasado, y en la apertura visual cuando su mirada toca las del presente, en una analogía de la que estas últimas salen poéticamente realzadas, dignificando su más mundana belleza a la sombra de catacumbas o columnas milenarias. Se trata de un viaje hacia una idea más que a un lugar aunque ambos formen un conjunto indisoluble bajo el peso en que los inscribe la memoria.
La muestra se completa además con la primera pieza en vídeo del autor, Roma 3 Variazzoni, realizada junto al compositor Antonio Blanco Tejero (Jerez de la Frontera 1979), un tríptico en el que imágenes y música se retroalimentan bajo intereses comunes para explorar bajo la superficie, con la cámara sumergida en el agua o entre pasillos de piedra.
Roma es, en definitiva, la culminación de las continuas exploraciones de José Guerrero en torno al paisaje y los rastros humanos en el mismo, llevados a una poética que extrae un valor imperecedero de los lugares que pretende describirnos y haciéndolo a través de imágenes que van mucho más allá de sí mismas.
Si visita esta muestra, no se apresure. Deje a la mirada reposar ante las fotografías y pronto tendrá, como recompensa, formas robadas a la oscuridad en Carrara, las necrópolis de Cerveteri o un acueducto subterráneo de Roma. José Guerrero (Granada, 1979), experto en horizontes luminosos y abiertos (los de La Mancha o los de algún desierto californiano) apuesta en esta ocasión por la mirada cercana que busca cuanto se ignora, se abandona o queda sencillamente en la oscuridad.
Hace años, la crítica e historiadora del arte Rosalind Krauss explicaba la fotografía mediante dos conceptos antitéticos: la huella y el recorte. La huella es naturalmente la de la luz que el fotógrafo busca y a la que se entrega. Pero la foto, si contara con este único componente, sólo sería un indicio de la naturaleza, como el rastro de un animal o los rasgos que deja el paso del agua en las riberas. Pero la entrega del fotógrafo a la luz no es completa porque el recorte depende de él. Del amplio y luminoso panorama elige un fragmento y abandona el resto: el mundo se convierte así en imagen. Una operación arriesgada porque ¿hará justicia el recorte, la imagen, a la relación que el fotógrafo ha ido tendiendo con su entorno?
Las piezas de la muestra, pertenecientes a la serie Roma (2015-2017) -Guerrero las trabajó durante su estancia como becado en la Academia de España en esa ciudad- logran una síntesis peculiar entre huella y recorte. Este último parece estar a la espera de la luz, aguardar a que la luz arranque de la oscuridad formas diversas o confiera a los objetos determinadas cualidades.
Las fotografías que he citado al principio parecen en efecto aguardar a la luz, sorprenderla para así recoger los rasgos suficientes para que surja la figura. En este sentido destaca de manera especial la serie titulada Carrara. El lugar, depósito de ese cómplice de la luz que es el mármol, aparece sumido en la oscuridad. De las tres fotografías, una de las dos de menor formato muestra un bloque de piedra ya tallado pero dejado en tierra, abandonado. En la otra hay otro bloque tallado, pero detrás la roca viva marca con sus estrías el alcance de la luz en la penumbra. Este es el tema exclusivo de la tercera imagen. De mayor formato, situada en la pared izquierda del fondo de la sala, la devastada superficie del muro de roca, recortada en la luz, es un silencioso relieve, testimonio de muchas pérdidas que después, a pleno sol, se convirtieron en ambiciosas figuras.
Hay en estas obras un rasgo que no es nuevo en José Guerrero: la atención a lo caduco. Una de sus primeras series, Efímeros, se componía de edificaciones sometidas al tiempo: cercas deterioradas y casas abandonadas, o testimonios de un pasado recuperado sólo con esfuerzo. También otras series, Desértica o Andalucía, incluyen casas de labor derruidas, piscinas llenas de escombros, carreteras bruscamente interrumpidas, castilletes de tendidos eléctricos en desuso. Esa huella del tiempo late también sin duda en Carrara: ¿para qué se talló esta piedra, después abandonada? ¿Qué ocurre con la roca viva? ¿Está agotada? ¿Es aún capaz de forma? ¿La sustituye el mercado por materiales más rentables?
El atractivo de de la acción incesante del tiempo se advierte también en las fotografías al aire libre, como en la imagen fragmentaria del Arco de Septimio Severo. Tomada desde un punto de vista lateral, la fotografía deja que la mirada se deslice sobre las superficies desgastadas de la piedra. La desigual dureza del material o quizá la diferente resistencia derivada de la misma talla destaca ciertos valores de superficie que a veces parecen propios de la pintura.
La exposición en su conjunto parece recuperar las andanzas del habitante de la ciudad contrafigura del turista. Colecciona éste lugares comunes al dictado de los tour-operadores, en tanto que el vagabundo urbano (de Baudelaire a De Certeau, pasando por Breton) sorprende imágenes al paso. Así ocurre con la del Arco de Septimio Severo y también las de Pompeya o las de las pinturas murales de Villa Livia. Otros autores, como Bleda y Rosa, recogen fragmentos de La Alhambra o la ciudad romana de Bulla Regia como tácita invitación a recordar cuanto en ellos pudo ocurrir. Las fotos de Guerrero son diferentes: se antojan frutos cálidos de un encuentro con un pasado sin retorno: evitan cuanto pueda estorbar al repentino tropiezo con algo que toca la sensibilidad y se guarda, como testimonio individual, en el bloc de notas.
Este temple presta especial sentido al vídeo Roma, tres variaciones, en especial a la primera parte. La proyección, con una rapidez propia del posterior recuerdo (o del fluir del agua), despliega el tortuoso recorrido de un acueducto subterráneo de Roma. La iluminación de la imagen es la precisa para dar cuenta del laborioso trazado, mostrando así cuanto suele pasar desapercibido en la vieja ciudad.
José Guerrero es un joven fotógrafo granadino, protagonista y miembro de esa pléyade de nuevos fotógrafos que están dando entidad a una modalidad que tuvo unos años con escasa trascendencia por culpa de esas modas impuestas por algunos poco enterados, muy manipuladores y bastante equivocados, que abrieron, de par en par, las puertas de una fotografía, considerándola lo mejor de lo mejor, la quintaesencia de la Modernidad, la máxima panacea del Arte, cuando no todo lo que se presentaba era, ni siquiera, digno; poniendo, con ello, mucho desorden a una creación que ofrecía inquietantes dudas.
Afortunadamente, algunos galeristas y ciertos consecuentes hombres del Arte, pusieron sensatez, se rodearon de los mejores y desecharon tanta soflama, vulgaridad, intrascendencia y desazón.
Entre los que pusieron orden a esa desapasionante realidad y que supieron rodearse de verdaderos artistas fueron Julio Criado y Carolina Barrio de Alarcón que lo vieron claro y acogieron en su galería a algunos de estos sensatos y grandes fotógrafos; entre ellos a Jorge Yeregui y a este José Guerrero que, ahora, a la par de la determinante celebración de ARCO, donde la galería y sus artistas han triunfado, presenta su último trabajo realizado en Roma, en cuya Real Academia de España, ha permanecido como becado en los últimos años.
La exposición en la sevillana calle Velarde nos ofrece a un José Guerrero tremendamente maduro, con una reflexiva fotografía, una obra que supera los meros planteamientos representativos que aporta este tipo de realidad artística para trasladarnos a unos espacios mucho más comprometidos con el Arte total. Y es que, tanto en la fotografía como en la videocreación, el granadino va mucho más allá, se aleja de los simples parámetros de la representación y busca nuevas realidades.
Es la ciudad de Roma, con su impactante circunstancia histórica, arquitectónica y arqueológica, el motivo central de la nueva fotografía de José Guerrero. La capital romana oculta, quizás, mucho más que muestra. Posee un escenario oculto que, ahora, el artista granadino rescata de su historia de tiempo.
Los espacios mediatos y escondidos de una Roma eterna que posee en su interior un pasado ilustre que potencia la poderosa manifestación que se descubre en su superficie. Guerrero, curtido en mil historias sobre ciudades, a las que eternizaba en propuestas relatoras de verdades e identidades, ahora, da un paso más y descubre un paisaje oculto donde las concreciones han perdido sus posiciones ilustrativas para, a veces, centrarse más en una especie de abstracción matérica donde las formas encuentran bellos postulados plásticos. Las formas apasionantes que la ciudad mantiene son recatadas de su silente misterio para convertirlas en imágenes que desentrañan signos y símbolos de un pasado que es presente y se espera sea imperecedero futuro. Son fotografías que llevan nombres tremendamente esclarecedores -Carrara, Septimius, Pompei, Cerveteri, Diocleziano, Adriano- y que comparten la dimensión de un pretérito eternizado en la obra de José Guerrero.
Junto a las series fotográficas se presenta un audiovisual, a modo de tríptico -Roma-3 Variazioni-, cuyas bellas imágenes son vestidas de gala con la música de Antonio Blanco Tejero y donde, en tres partes perfectamente estructuradas, se sigue un discurso sin fin a través del cauce del agua dentro de los túneles existentes en esa determinante ingeniería que los romanos hicieron patrimonio universal. Un discurrir impactante, potenciado por la fuerza musical, que genera un envolvente escenario continuo que absorbe la mirada y transporta a los espacios intangibles de la emoción.
De nuevo, José Guerrero, uno de los sabios y sensatos artífices de nuestra fotografía, nos conduce a los escenarios de una ciudad que, en su obra, es más universal y eterna que nunca.
¿Qué significa el movimiento, el más insignificante, en un tiempo en el que se cree que las cosas pueden cambiar? ¿Qué significa el movimiento, cualquiera imaginable, en un tiempo en que se cree que nada va a cambiar?
Die Asteroiden. Marta Silher
La idea de paisaje ha sufrido constantes mutaciones y ha condicionado insistencias a lo largo de su historia como régimen de visión. En el Paso de la Laguna Estigia (1520), Joachim Patinir dispuso unos sujetos minúsculos, unos edificios ardientes, unas leves arquitecturas de cristal. Todos ellos en el vértigo de la extensión desatendida que produce la óptica, amenazados por la amplitud vacante de un punto de vista elevado, por el abismo del vacío de la mirada, por el tiempo cronológico lineal acabado de constituir (ese que decide de qué lado de la laguna caerá el espíritu). En una de las fotografías del exterior del Hotel Palenque (1969), Smithson no dispuso a nadie sobre la arena sucia, ni en el autobús aparcado en la puerta, ni en la carretera secundaria, ni en el fantasma arquitectónico del segundo piso incompleto del hotel en el que se observan los juncos de metal de los pilares que no se llegaron a construir. Smithson dispuso su paisaje casi fuera de todo vértigo (o en el corazón inmóvil del vértigo mismo), disidente del tiempo lineal, en una especie de remolino estático, en el que ya no se podía hablar de ruina ni de antes ni de después.
En esta serie de imágenes de After the Rainbow el punto de vista es elevado y la amplitud vacante insiste en cada una de ellas. Una nube de polvo está suspendida sobre un campo de arquitecturas en las que ya es indistinguible el paraíso del infierno, en las que la cronología responde a una versión del laberinto que, si no devuelve al mismo punto de partida, impide con toda seguridad, cualquier avance. No hay ni la más ínfima y amenazada representación de un cuerpo humano. Han desaparecido de las imágenes, ya sea por su inconsistencia ante la óptica, ya sea porque han dejado de habitar los lugares donde viven, y han pasado al ejercicio de la deshabitación cotidiana.
Para José Guerrero la serie es una secuencia cuyo motor, cuyo sentido, se debe a la reiteración imperfecta de objetos. En una fotografía se puede ver un almacén. En la siguiente aparece el mismo almacén ligeramente desplazado. La segunda imagen es un deslizamiento de la primera. A su vez la primera es un deslizamiento de la segunda. A pesar de la precisión frágil (y en consecuencia inmodificable) de la secuencia, ésta no tiene centro. Ninguna de las imágenes plantea una hegemonía ni un principio. El centro está ausente, se intuye extraviado, se intuye disipado. Se intuye perdido. Se intuye que alguna vez estas imágenes estuvieron sometidas a un régimen que nos hubiese permitido entenderlas, pero se intuye también que este punto de referencia ya no está. Sólo tiene lugar como una resonancia: como un sonido.
En esta otra serie de imágenes, una superficie de hormigón aparece hendida. En la siguiente, sobre una superficie análoga se disponen una serie de guijarros en un orden fruto del azar y al mismo tiempo escindido de toda modificación. Hacerlo (intencionar la posición de alguna de ellas) haría evidente la participación de algo más acá de la involuntariedad con la que el sonido distribuye las cosas. No es relevante que ambas superficies, ambas mesas de juego, sean diferentes. Todas las fotografías observables son la misma mesa de juegos. Sí son relevantes las dos disposiciones de las infinitas múltiples posibles, que a su vez configuran una secuencia única al borde de su destrucción por el más mínimo cambio.
Las fotografías que estamos viendo carecen de origen y en consecuencia de cuerpo emisor de imagen. Lo que importa es su forma de articular el código, su forma de articular el laberinto establecido por la secuencia: esa repetición deteriorada (o mejorada) que hay de la una en la otra, esa latencia mutua. La primera (¿existe verdaderamente una primera?) es el eco de la segunda, y la segunda (¿existe verdaderamente una segunda?) es el eco de la primera. El desajuste entre ambas establece un código explicativo del que se ha perdido la clave de desciframiento. Ambas juntas pronuncian parte del mensaje pero detienen la explicación antes de que sea meramente comprensible. Ambas parecen atesorar la explicación de todo, pero ese todo está incompleto por no haber empezado aún o por haber acabado tiempo atrás.
La secuencia es la unidad mínima y suficiente de los relatos que se desarrollan en este libro. La secuencia es la unidad mínima porque sin esa relación, una imagen abandonaría la condición de eco visual de la otra y viceversa. No hay ninguna imagen individual. Las imágenes aparentemente aisladas configuran secuencias unívocas, circulares, que se mueven sobre sí mismas. Las imágenes aisladas son ecos de sí mismas, laberintos de sí mismas.
Como en trabajos anteriores de Guerrero, After the Rainbow es en su totalidad geografía del eco. El eco es su medida y su norma. La relación entre las imágenes, que pueden ser múltiples (2, 4, 7), se da a un nivel borrado: como desaparición. Podrían entenderse estas reciprocidades, estas propagaciones de las unas en las otra y viceversa como relaciones exiguas, pero sería más exacta la hipótesis de que el vínculo es máximo, tanto que resulta absolutamente silencioso.
Las imágenes se distribuyen en condición de desajuste inaudible. Una sucede a la otra porque la una es el desajuste de la otra. Este desajuste debiera producir algún tipo de vocablo, algún tipo de palabra, que, a fin de cuentas, ayudaría a comprender, pero lo pronunciado es una pérdida, o una cristalización de fonemas que tienen lugar en el silencio. No es descabellado pensar que el único sentido capaz de establecer un vocabulario para el silencio es la mirada, es la imagen. Y, en consecuencia, tampoco es un sinsentido atribuir a la mirada la capacidad de oír. La condición de este sonido sólo audible mediante una óptica (en el intersticio de desajuste de imágenes), rige el desarrollo de las secuencias.
No sólo una imagen sucede a otra porque una sea el desajuste de la otra, también una sucede a la otra porque la una es la precisión de la otra. Frente a una idea del eco decadente donde la calidad del sonido se va perdiendo a medida que avanza, en las secuencias de After the Rainbow, no se produce degradación: son una secuencia de ecos y resonancias donde no se puede atribuir pérdida a los golpes de sonido, no se puede atribuir anterior y posterior a la secuencia. Ambas imágenes se corrigen mutuamente, ambas se delatan mutuamente, ambas ven en la otra su propósito original, su cuerpo original, su cuerpo refractor de luz: encuentran las unas en las otras el referente real del que provienen. Están resueltas en un extraño juego de exactitud sostenido por una perturbación. Su gramática recuerda a la escritura china.
La escritura ideográfica china es intraducible. Responde a un régimen de percepción prohibido para la escritura alfabética. Alberga una doble lógica que no es pictórica y semántica, que no es plástica y simbólica, como se suele decir. En la escritura china un signo contiene a otro, un carácter contiene una secuencia de caracteres. Un ideograma como la palabra magnolia (signo 1) incluye la palabra rostro (signo 2) y la palabra que vendría a traducirse por lo-que-habla (signo 3) (boca). Los encierra de forma sincrónica en una etimología visual y sin jerarquías. El pasado, en el ideograma chino, es presente. O dicho de otro modo, en la propia escritura china hay una impugnación del régimen lineal de tiempo, porque en ella una palabra no tiene origen en otra, sino que en ella está en plenitud la otra. Dos ideogramas dispuestos en secuencia establecen una resonancia, una lógica vinculante, una gramática por contacto, donde uno hace pronunciar algo del otro, donde los integrantes sincrónicos de cada uno de ellos establecen lazos sincrónicos y disidentes al aparente sentido principal. La escritura china descompone el logocentrismo, la dirección unívoca de la voz en la transmisión del mensaje, y su lectura (no ya su pronunciación) produce una polifonía, una polilogía simultánea: ver la secuencia de signos permite leer con varias voces a la vez.
La traducción de un poema ideográfico suele resolverse con una transparencia: En el jardín de loto, un pez ocupa el estanque. Pero esta transparencia es falsa. La traducción ha perdido los vínculos latentes, la etimología horizontal, entre jardín y loto y pez, mientras que el lector chino los percibe al unísono como una sombra (o una luz -se indistinguen ambas categorías-) de los unos sobre los otros.
Disponer otro ideograma al lado de la palabra magnolia no es gratuito y no es sencillo. Es disponerlo al lado de una palabra que de hecho dice al mismo tiempo algo tan impensable para una lógica occidental: magnolia-rostro-lo-que-habla.
Desde esta perspectiva podríamos ver la fotografía como un ideograma exacerbado, como la acumulación desbordada de más y más caracteres significativos a la secuencia, donde la palabra magnolia incluyera la palabra rostro y a su vez la palabra lo que habla y a su vez de forma infinita una acumulación de signos que correspondiesen de forma precisa a cada uno de los detalles del paisaje fotografiado, a cada rastro de tierra, a cada hoja de vegetación en mitad del desierto, a cada grano de polvo. La fotografía dejaría de ser una imagen y pasaría a ser una palabra cuyo abigarramiento ideográfico incluiría cada una de las relaciones etimológicas, cada uno de los vínculos infinitesimales de cada una de las partículas registradas sobre la lámina sensible. Este abigarramiento alcanzaría tal dimensión que se confundiría con la ruina de todo símbolo, con la ruina anterior a su pronunciación y posterior a su hegemonía.
Las secuencias de imágenes se corresponden de forma pareja a la lógica de la escritura del ideograma. Reproducen una escritura que no lleva a lo transparente, sino a lo incluyente, a lo replegado, a una etimología, a una especie de arqueología del presente que tiene lugar como latido y no como evidencia visible. A una arqueología que se da de golpe y en la que no han desaparecido las capas de información cronológica por el excavado, sino que se vislumbran como un sonido.
Las secuencias de imágenes de este trabajo se distribuyen regidas por un sistema sintáctico cuya disposición es sencilla: parte de una fotografía está contenida en las otras: ninguna de ellas es suficiente. Cada una pronuncia en la otra una parte que hubiera resultado imperceptible fuera de la secuencia gracias a un leve desajuste en el encuadre. La secuencia establece una gramática velada. La primera de las imágenes emite una luz oscura a la siguiente que a su vez proyecta una luz oscura sobre la primera. Cada una de las secuencias ordena un tiempo autónomo, que es una forma de decir que ordena un laberinto.
Podría atribuirse este juego al cinematográfico. La pérdida, la fisura entre planos y la confección ficticia de la totalidad: el juego de vértigos de la fragmentación, de lo simulante. Pero no se trata de simples junturas. El sujeto está acostumbrado a una cronología lineal. Deduce que las secuencias deben ser fruto de la unión entre dos fotografías tomadas previamente de forma separada. Ese debe haber sido su proceso de construcción. Pero no es así: la secuencia no obedece al propósito de composición de un relato previamente inexistente, ni de una lógica de sentido narrativo. El ensamblaje de una con la otra, la constitución de su lectura, ha sido planeada como la construcción directa de una ruina, o la ruina ha planeado, ha intrigado, para constituir por ella misma una secuencia. La imagen que sigue a la otra no ordena un relato, ni pretende su intento, sino que busca obtener la ruina de un relato: un relato producido como ruina.
Parece perfilar la hipótesis de Smithson en A Tour of the Monuments of Passaic, por la que los “edificios […] no caen en ruinas después de haberse construido, sino que alcanzan el estado de ruinas antes de construirse”. Pero en Smithson pervive una cronología lineal (después, antes de). En el caso de After the Rainbow, su fragmentariedad no es sólo debida a la pérdida de unidad de significado, a ser ruinas previas. Este aparente troceamiento, esta intensa insularidad, esta división en secuencias individuales o colectivas, atiende también a lo contrario, a no ser el fin (la descomposición de una estructura), sino los intentos de principio.
Estas secuencias de imágenes son balbuceos. El balbuceo es una ruina del lenguaje o su germen o ambos a la vez. El balbuceo es esa gramática que antecede y sucede a la posibilidad del habla, que rodea el orden dirigido del lenguaje, en la que es difícil saber si es anterior o posterior (porque es ambas cosas), que describe la lógica de un mundo donde el tiempo ha dejado de ser lineal y se acumula en superficies lacustres. Estas secuencias de imágenes son el borde de balbuceo, unidades de relato mínimas: previos y ruinas del relato simultáneamente.
El balbuceo es una primera o última relación entre sonidos tan exacta como la palabra completa. La medicina lo asume a lo que denomina periodo crítico del desarrollo del lenguaje. El balbuceo es la región en la que alguien se encuentra ante la opción de no hablar. Pero bien podría asumirse al instante posterior, al instante en el que después de haber hablado, el código entra en estado de ruina, de secuencia en ruinas. Balbucear puede entenderse como el estado de probatura o de vestigio, como el instante anterior al principio o al fin, o ambas cosas a la vez. El balbuceo vincula lo arqueológico al futuro, al presente, a cualquier régimen temporal, sin necesidad de pasado.
Topología del balbuceo: Lo destruido antes del principio
Uno de los modos de destrucción total imaginados prevé que la última arquitectura, antes del desvanecimiento, será la de las ondas. La última ruina será un campo de voces vagantes sobre un planeta deshabitado. Esta última ruina, este último reducto menor que el polvo, se encontrará como se encuentra a un archipiélago, un archipiélago meramente audible. En él se sabrá estar rodeado por un lenguaje, pero no se entenderá nada. En mitad de toda una narrativa en detrito, alguno de los vocablos supervivientes de la abrasión (como los restos de una arqueología) serán identificados (como se hace con una cuenta de collar, el fragmento de un vaso, una aguja de marfil: balbuceos materiales). Se intentará establecer entonces una gramática de esa nube audible, una gramática del balbuceo, una arqueología de la audición que indique su procedencia. Se contemplará a los fragmentos de sonido, a las emisiones en ruinas, como partes de un código precedente.
Todas estas secuencias de imágenes son el producto de una arqueología en la que no existe pasado, de una arqueología en la paradoja, porque en el territorio que excava aún no ha ocurrido nada o ya ha ocurrido todo. La práctica de una arqueología sin pasado reporta series de eco autónomas: balbuceos o ruinas. Son laberintos de extrema simplicidad, etimologías silenciosas de un presente sin transcurso que ya no se multiplica en fracciones de tiempo, sino en instantes de visión: en desplazamientos de encuadre, en disposiciones levemente diferentes de la óptica ubicua. Guerrero constituye una gramática de murmullos donde se indistingue principio y fin.
En el Hilgamesh se habla del barro cocido, esa forma del polvo, ese triunfo sobre el polvo de los habitantes de la arena costera del Tigris y el Éufrates.
“ […] examina sus ladrillos: ¿No es obra de barro cocido? […]”
En el cajón de arena de la serie de Passaic, Smithson observa la inaudible disgregación, la vanidad de ese triunfo, la pérdida final de toda forma. En un mundo en el que se prevé imposible distinguir lo intervenido por el hombre de la naturaleza, el cajón de arena de Smithson es un agujero estático que traga, gracias a su imperturbable quietud, tanto la ficción como la realidad de forma indistinta. Las secuencias en el trabajo After the Rainbow, sin embargo, parecen encontrar, en el mero gesto de la compulsión de una óptica que ve y vuelve a ver, el balbuceo de un mensaje insistente. El roce del polvo con el polvo o del polvo con la piel y los tejados en la tormenta de arena es una frase por dirimir. La arena es una manera de eco de sí misma, una subversión contra la quietud última. La tormenta de arena (el polvo de una demolición o el del desierto) es un balbuceo. Incluso un solo grano retumba silenciosamente sobre sí mismo.
(1) Ejemplo extraído del libro La escritura Poética China (François Cheng).
Es fugaz el mundo y breve la vida. La muerte nos lo recuerda con frecuencia. No carece de coraje, José Guerrero (Granada, 1979), artista muy contemporáneo capaz de plantear dicha contemporaneidad desde su mundo quieto, impertérrito desde la representación del paisaje tan un escenario, frecuentador de un aire vacío, inefable, elogiador de la inmensidad del territorio, de los límites de lo visible, de la frecuentada ilimitada energía que canonizara Rosenblum[1]. Sentenciamos así, refrendando a Plossu, que lo que hace Guerrero tiene un fuerte componente poético y valga como muestra la belleza de algunas series hondamente líricas, como sucede en “Heaven” (2011), donde titilan las ciudades pareciere vistas desde el rasear nocturno del avión. Otros ciclos de aura poética merecen citarse como “Thames” (2008) o “The Bay” (2011) o, también, algunas imágenes inefables desprendidas de su serie norteamericana (y entre mis favoritas “Hwy 80, Near Wendover, Utah 2011”), obras con grandes resonancias, de aire memorable, casi épicas. Mas no es Guerrero, solamente, un fotógrafo de lo inefable, pues la mirada que ejerce sobre el paisaje lo es desde una elevada consciencia que jamás se ausenta del concepto de su obra, siendo capaz, lo más difícil, de obtener un estilo con algo tan complejo como es la muestra del paisaje, de tal modo que su personalidad creadora es reconocida desde tan complejo lugar: basta la luz, color y atmósfera. Paisaje inefable mas no exactamente inocente pues es Guerrero ejercitador de algo, más difícil aún, como es la sobriedad de medios y de color, para avanzar de inmediato sobre cuestiones capitales de su quehacer, tal son la representación de la memoria y el olvido, también la diferente percepción del paisaje.
(…)
Con algo de música serial, no excluyendo tampoco un aire mínimal que impregna de desnudez la muestra del paisaje, bajo tan personal mirada obtiene un despojamiento inquietante. . Su visión es, así, declaradamente trasversal y poliédrica, lo cual no impide su búsqueda de una suerte de universal alusión al paisaje, como sucede en sus líricos fragmentos de espacios, muy de tierra, de La Mancha, torneriano2 aire de dos partes, horizonte simbólico, suelo y cielo separados apenas por una delgada línea. Cuestión de límites.
[1] Es sabido que el término es de Robert Rosenblum (1927-2006) en “Lo sublime abstracto (“ARTnews59”, nº 10, Nueva York, II/1961, pp. 38-41). Rosenblum fue el crítico que estableció contemporáneamente la conocida tesis que relacionaba el nacimiento de la abstracción pictórica con el espíritu del paisaje, muy en especial el paisaje del siglo XIX y la tradición romántica del norte de Europa y América. Un viaje, el propuesto por Rosenblum, que partiría desde los hielos de Friedrich y concluiría con la pintura lunar de Gottlieb o los imponentes campos de color rothkiano. Para Rosenblum, tan impreciso e irracional como los sentimientos que trataba de nombrar, lo sublime podía aplicarse tanto al arte como a la naturaleza: de hecho, una de sus expresiones capitales sería la pintura, la representación, de paisajes sublimes. Vid.: Alfonso de la Torre, “La ilimitada energía del paisaje”, Gobierno de Aragón, 2008
2 Torneriano: Alude a los cuadros de dos partes de Gustavo Torner (Cuenca, 1925). Hay juego, también, con la palabra (re-torno).
El Equipo de la Lechuza, José Guerrero / Fotografías de La Mancha
En el cuadro El paseante sobre el mar de nubes del pintor Caspar David Friedrich vemos la figura contemplativa de un hombre de espaldas en la cima de una montaña, rodeado de cumbres alpinas que sobresalen entre las nubes, como escollos en el proceloso mar. «Debo rendirme —dice este pintor de lo sublime— a lo que me rodea, unirme con las nubes y con las piedras para ser lo que soy. Necesito la soledad para entrar en comunicación con la naturaleza», para sentirla, podemos decir, en una pasión mística de todos los sentidos.
En contraste con esta mirada romántica, la lejanía y el vacío que hay en el paisaje de la llanura manchega, invita al fotógrafo granadino José Guerrero a despojar el fotograma de toda sensación, a acercarlo al concepto, a la idea, a la quimera que subyace en la serie de fotografías que nos presenta: dos planos opuestos, el cielo y la tierra, unidos —separados por una raya.
La repetición y la seriación minimalista hacen que la textura de la tierra, el color de las estaciones, las formas aparentes de la vida que hay en cada foto, se esfumen como la espuma del mar, fugaces e insignificantes. Lo realmente significativo aquí es sólo el límite del horizonte, la línea en donde todo comienza y acaba. La misma línea sobre la que el autor camina, como un equilibrista, entre la naturaleza poética y la deriva analítica de su particular mirada. Se diluye la pintura material, sensitiva, y queda el dibujo, la geometría de los planos a cada lado de la raya; la abstracción del paisaje en general, una suerte de paisaje metafísico, quieto y duradero, inerte, ¿bello?
Paul Cézanne se acercaba cada día al «motivo» para estudiar la naturaleza y descubrir su estructura interna, su estructura geométrica, analizando cada textura, cada plano de color, cada forma, y componer una copia plena de formas geométricas, con un aroma cartesiano. De ahí el cubismo.
En el trabajo que nos presenta José Guerrero hay, por el contrario, un vacío, un alejamiento recíproco de la mirada y el motivo, y de rebote, del espectador y el paisaje; hay distancia entre el objetivo y el objeto como la que hay entre la cosa y la idea, entre la palabra y la cosa. Dijérase que la mirada con la que Guerrero ve el paisaje rural es una mirada urbana y profundamente moderna, «sin rastro humano e intrascendente» —como decía Ortega y Gasset—, un cierto orden en un cierto juego.
Valgan estas reflexiones subjetivas como una invitación a olvidar toda reflexión previa cuando contemple las fotografías de La Mancha. Disfrute la exposición sin ruido y escuche atentamente el eco que resuene en su interior. No olvide que ningún relato sobre una obra de arte puede suplirla; y que el discurso es siempre tangencial: alcanza si acaso la espuma del proceloso mar.
El Equipo de la Lechuza
(pseudónimo: José María Guijarro)
(28-Marzo-2013)
José Guerrero / LA MANCHA
Exposición – Galería Fúcares, Almagro,
13 de abril – 29 de junio 2013
José Guerrero es un fotógrafo al que conozco desde hace muchos años, y de cuya evolución he sido testigo directo desde casi el inicio de su carrera profesional. Su obra no es fácil de comentar debido principalmente a que las complejas claves, llenas de sentido, que la dotan de excepcional interés y relevancia artística, distan mucho de ser obvias y a menudo se encuentran muy alejadas de la aparente superficie de sus imágenes. En cualquier caso, el alto nivel de calidad de su obra es patente tanto en términos gráficos, como en términos relativos a su acabado material. Su propuesta fotográfica es tan interesante como compleja y su producción es en efecto digna de ser analizada con particular atención.
Al igual que ocurre con la obra tantos artistas contemporáneos, explorar la obra de Guerrero requiere del observador mucho más que un mero y relajado acercamiento. Para llegar a captar y entender plenamente el alcance del valor de su obra fotográfica, uno debe establecer una cuidada relación con sus imágenes, relación que pronto nos proporcionará algunas claves con las que comprender la naturaleza fotográfica sustancial de su obra. Una vez aceptamos el reto del fotógrafo de explorar su mundo gráfico, descubrimos que aún cuando utiliza lo que parecen ser (y el asunto aquí es que sólo lo “parecen”) notaciones sencillas para sus imágenes, el autor plantea cada una de ellas de modo que sea pieza completamente independiente y donde cada una habrá de tener una rica naturaleza poética, siempre enteramente cargada de sentido y guardando en cada caso una relación de cohesión y coherencia con su discurso fotográfico general. Un discurso en el que es especialmente placentero descubrir una sutil relación entre lo evidente y lo profundo, una relación que forma parte de una propuesta fotográfica tan compleja como fértil.
La propuesta artística y creativa de Guerrero persiste una vez dejamos atrás una de sus imágenes, y al abordar la siguiente, sea o no la que nos proponga Guerrero como la «siguiente», apreciamos con claridad que está relacionada con la que acabamos de dejar atrás. Es toda su obra una especie de construcción seriada que en ningún caso se ciñe a un conjunto cerrado de reglas y modos. Guerrero se esmera a conciencia en combinar la labor realizada en una sola imagen con la empleada para ajustarla dentro de una seriación específica. No obstante, su trabajo no trata realmente de una seriación en sí misma, sino de la relación de cada obra – a través de la seriación – con un complejo mundo exterior. Las agrupaciones de imágenes, los portfolios, funcionarán como una única y coherente realidad gráfica, aunque no siempre hay una correlación evidente entre sus imágenes, y con frecuencia ni siquiera existe una narrativa directa que las vincule realmente. Existen elementos sutiles que en efecto las relacionan, y si bien apenas si alcanzamos a comprender cuáles son, vemos que las transiciones entre las imágenes existen de hecho, y transitan por su obra de manera análoga a como lo hacen las transiciones en una composición musical donde las construcciones con sonidos y formas obedecen a un orden misterioso al que la música misma nos remite.
Hay algo de laberíntico en la obra de Guerrero. Una vez que nos aventuramos por los senderos que él propone, no hay forma de escapar. Cada imagen revela un mundo, y los conjuntos de imágenes que nos presenta a través de sus portfolios establecen giros y cambios de dirección hacia ese mundo. Sus construcciones fotográficas, consideradas individualmente encierran un enorme interés, pero adquieren una cualidad especial al presentarlas en su estructura asociativa.
La claridad y la consistencia de la obra de Guerrero es ciertamente sorprendente. La determinación y solidez de su propuesta, de su visión personal, están bien desarrolladas y resulta sorprendente ver a un artista tan joven trabajando con lo que aparece como un lenguaje en el que no hay cabida para la duda. Aun cuando hay en su obra un lenguaje, no hay en ella un verdadero mensaje. Si hubiéramos de ver algún mensaje en la obra de Guerrero no sería otro que el hecho esencial de que el mundo actual no es sino uno. Hay una universalidad en sus vistas en la que descubrimos una persistencia y una uniformidad en toda vida urbana moderna, en toda realidad urbana, ya sea en el centro urbano o en los suburbios. En cualquiera de sus vistas urbanas o no tan urbanas, es la acción humana sobre el entorno lo que define el aspecto esencial que interesa en su visión. La realidad universal de nuestra naturaleza permea a través de las propias vistas y discurre por la mirada de José Guerrero hasta pasar a formar parte de sus fotografías.
Al contemplar Alcalá la Real. JAÉN 2007 (que a mi parecer es una de sus obras maestras), de la serie Andalousie, uno ve cuán complejas son sus imágenes. Usando referencias paisajísticas que en efecto conducen la vista hasta lo que anticiparíamos de una escena andaluza, será la estructura incorporada a esa escena la que argumente en favor de su proposición visual. Sin usar un diálogo que se enfrente en verdad al elemento icónico mismo, pero manteniendo el escenario característicamente andaluz, el “factor” universalista se ha convertido en el argumento visual de Guerrero, uno que opera a modo de genial truco de magia visual.
Sus paisajes son realmente «paisajes humanos». Su visión urbana a menudo (casi siempre) aporta claves a referencias con las que saber dónde fueron tomadas, al mismo tiempo ninguna de ellas depende del contenido localista, ningún hito monumental o referencial interviene en la construcción de sus imágenes, y a lo sumo se convierten éstos en referencia accidental dentro de su imagen. Lo que resulta de interés de por sí es el espacio representado, la «sensación de lugar» es en sí misma la que salta de la imagen y nos permite descubrir tanto la fascinación del instante como la realidad universal que José estará experimentando, y que después – una vez se materializa como copia fotográfica final – compartirá con nosotros.
Miremos, por ejemplo, una de sus parejas de imágenes más logradas “Krasnosgardeskaya. Moscow” 2008 y “Dar El Salam. Cairo” 2008 (a su vez pertenecientes al portfolio “Down-Town. London, Moscow, Cairo, Paris, New York, Teheran … 2008-2011”). Son imágenes que – para apreciar su magia – deben observarse cronológicamente en una única y misma experiencia, en una misma sesión de visionado. Al hacerlo, estas dos imágenes se convierten en una sola, en la mismísima imagen. Sin trucos ni artificios; no hay una construcción visual directa, sólo una atenta mirada que desvela la esencia de un lugar, de una experiencia urbana. Logrando después ofrecer una representación visual de la misma.
Esta manera sencilla de emparejar piezas revela claramente el juego laberíntico de Guerrero, uno en el que la seriación laxa lleva a las imágenes a interactuar unas con otras y a ofrecer una experiencia poética cargada de sentido. En ocasiones la experiencia visual tiene lugar con sencillos pares como ésta de El Cairo y Moscú, pero en otras ocasiones tiene lugar en modos más complejos y callados. A medida que vamos aceptando la propuesta de Guerrero, su mundo nos desconcierta y nos atrae a un mismo tiempo, y pronto queda claro que sus imágenes nos llevarán a través de una interesante y significativa travesía. Al recorrer lentamente sus pasillos, subir y bajar por sus senderos, ir hacia adelante y hacia atrás de un sitio a otro, acabaremos preguntándonos cómo ha sido posible que un grupo tan concreto de imágenes nos haya podido atrapar en este juego.
Saltemos a la callada subserie que Guerrero nos propone en Down-Town en dos agrupaciones de nueve imágenes que representan rincones de Teherán (2011), o en la serie completa de Órbigo, o de Desértica, o a cualquiera de sus obras, y no encontraremos recorridos turísticos, es todo puro viajar; descubrimientos poéticos sublimados que nos transportan por unos momentos a una esfera superior de la observación. Para mí un verdadero goce, el tiempo dedicado a explorar la obra de José Guerrero estará siempre bien empleado.
Todas sus imágenes, todo su trabajo (no siempre con el mismo nivel de acierto por supuesto), plasman además una impresión de belleza que nos llega tanto de la imagen como del objeto fotográfico que la contiene. Es obligado contemplar sus originales. Tomemos por ejemplo la serie Thames de 2008; en ella Guerrero utiliza su habitual destreza visual, pero esta vez – casi por accidente – aparece el sempiterno y prácticamente ya olvidado tema de la niebla londinense. Crea Guerrero aquí un conjunto de imágenes de una increíble y maravillosa belleza; una belleza que prevalece en toda la serie y que se percibe de manera inmediata en cada imagen, de modo muy diferente a otras de sus obras en las que esta belleza no es tan directa ni tan evidente. Pero en Thames, la experiencia material de deslizar la mirada, los ojos, por las fotografías de Guerrero nos proporciona una especie de «visión táctil» en la que la imagen, el sujeto y el objeto alcanzan una armonía intensa y directa.
Sea como fuere, cada una de las fotografías de Guerrero opera por sí sola, cada una con claves relativas a su lugar de origen, pero siempre desprovistas de artificios que pudieran construirnos un atajo fácil y convencional hacia un icono, cada imagen pertenece al mundo, a nosotros, y Guerrero logra construir un discurso donde cada lugar en que trabaja es representado como uno que pertenece tanto a su mundo como al nuestro, pero, y este es uno de sus mayores logros, todas y cada una de sus fotografías está sujeta a un proceso de creación que la convierten en una fotografía independiente, en una realidad poética sutil, una que aún perteneciendo a un discurso mayor, a una serie compleja o sencilla, todavía prevalece como una verdadera fotografía vinculada al esfuerzo y el talento del artista.
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A veces el fotógrafo se comporta como si fuera un historiador de espacios y rastrea en los lugares la marca que deja el tiempo: levanta acta del abandono de sitios de los que sólo quedan restos, recoge el testimonio residual de cultivos o trabajos caídos en desuso, intenta sorprender la frontera donde las nuevas construcciones amenazan hábitats tradicionales, o sencillamente, fija el instante en el que la mirada y el paisaje logran una feliz sintonía.
Este escrutinio del tiempo caracteriza los trabajos de José Guerrero (Granada, 1979). Sus andanzas por los pueblos del Órbigo (río de nombre euskaldún que baña una comarca leonesa campesina y ganadera) señala encuentros entre modos de vida tradicionales y los de hoy. Calles típicas de zonas rurales tienen viviendas de corte actual, las ruinas de un edificio industrial coexisten con antiguos recintos excavados en una loma para acoger quizá al ganado. Quizá esta fusión de tiempos la exprese la ferretería de Benavides del Órbigo: las nuevas existencias no han alterado la disposición de vetustos anaqueles ni suprimido la camilla que, fuera del mostrador, ofrece abrigo, durante el invierno, al comerciante y al cliente.
La serie Desértica no se ejercita sólo en el accidente geográfico, el desierto de Tabernas en Almería, sino en el modo en que la tierra yerma se ha ido apropiando de nuevo de los espacios que le hurtaran ciertas prácticas humanas, los trabajos cinematográficos que durante años se llevaron allí a cabo. Tampoco recoge Guerrero en Tabernas los edificios, ahora silenciosos, de las ficciones fílmicas, sino el efecto del cese de tales actividades. Hay carreteras interrumpidas que esquivan el lugar en vez de conducir a él, comercios desmoronados por el abandono, anuncios descuidados (ya no remiten a ninguna parte) y degradado por efecto de las temperaturas extremas. La serie logra una rara y hábil indefinición entre irónica y melancólica: algo ha terminado, sí, pero a fin de cuentas, sólo era una ficción. En el fondo, una metáfora de alcance: ¿a cuántas iniciativas y proyectos cabe aplicarla?
Down Town es quizá la serie en la que el tiempo aparece de forma más viva. Los grandes edificios, no del todo acabados, se levantan en la tierra de nadie que se extiende en los límites de la ciudad. Cerca hay todavía casas modestas, pequeños almacenes e incluso algún huerto de los que suelen contornear la ciudad. Se abre así un espacio en el que no sólo pugnan lo viejo y lo nuevo, sino lo que tenía nombre y la urbanización aún anónima. La serie rinde además cuenta del impulso viajero del autor: El Cairo, Londres, Moscú, pierden muchas de las notas con que las presenta la industria turística para revestir caracteres similares: entornos urbanos de los que desaparecen ciertos modos de vida o se antojan amenazados por algún viaducto que, indiferente, cruza sobre ellos.
Las fotografías de la serie California, la más antigua de las expuestas, incorpora el tiempo de modo diferente: en ella lo decisivo es el instante, el momento en que el fotógrafo logra una comprensión significativa del medio, natural o urbano, que lo rodea.
La muestra, finalmente, se presenta en un doble soporte. Hay imágenes que aparecen en carpetas, portfolios, emparejadas como si dialogaran entre ellas. Pero las paredes de la sala ofrecen también las fotografías casi todas sin marcos, fijadas directamente al muro, como si rehuyeran cualquier tipo de retórica. Entonces cobran un carácter de objetos hallados con los que el autor se tropezó y a los que hizo de un modo u otro hablar.
En ese sentido la muestra guarda cierto paralelo con la propuesta que en la galería Rafael Ortiz (en la entreplanta) ofrecen dos profesores de la Facultad de Comunicación, Fernando Contreras y Miguel Nieto. Son también objetos hallados: viejas fotografías y tarjetas postales, algún que otro anuncio, un increíble sobre de carta de los años de la postguerra civil. A cada uno se les ha añadido un breve texto: casi siempre en forma de haiku, a veces un aforismo. Funcionan. No sólo porque hacen pensar, sino porque, como ocurre con las fotos de Guerrero, ofrecen pistas a la mirada para desvelar rasgos poéticos en la prosa de lo cotidiano.
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