- [Antesala]
El público negaba así su cortesía al acróbata: hacer el esfuerzo de mirarla mientras rozaba la muerte.
– Y tú -me dijo-, que hacías tú?
– Miraba. Para ayudarla, para saludarla porque había conducido la muerte a la orilla de la noche, para acompañarla en su caída y en su muerte.
-Jean Genet. El funámbulo–
¿Qué hay que hacer frente a las obras de Simon Zabell, abrir o cerrar los ojos? Quiero decir: ¿conceder prioridad al aspecto visual de la Idea, dejándose llevar por su manifestación sensible o, por el contrario, reflexionar sobre lo que hemos visto, o podríamos ver, en caso de llegar a entenderlas en profundidad? Me temo que, cuando lo más profundo es la piel, tanto querer ver, querer verlo todo, como llegar al fondo de las cosas, sean ambiciones modestas… Porque comprimido allá abajo, bajo las atmósferas, las capas del sentido, sedimentadas una sobre otra, el ojo se abre, se hincha monstruosamente y, a punto de reventar, ve cosas inauditas, inaudibles, que jamás serían creíbles en la superficie.
[Post-scriptum: Todo lo que querría decirse es visto, más que leído, en las obras más representativas de este artista hasta la fecha. Y sin embargo, ahora, con esta nueva serie, sus traslaciones (en el sentido de transporte más que de traducción) entre palabra e imagen, cambian de sentido manteniendo una misma dirección: la que enlaza el territorio de cuanto puede ser aprehendido con la mirada y lo que es manifiestamente verbal. Al sustituir sus referentes literarios habituales -donde la palabra es, antes que nada, una forma del mundo-, por los arquetipos cinematográficos, se acentúa la dimensión escópica de su trabajo.]
Así, pues, insisto: ¿qué hacer frente a estas obras de Zabell? De verdad, lector, que no te lo pregunto retóricamente. Desde que tengo contacto con sus piezas sé que es en ese justo dilema donde el artista se la juega (y nunca mejor dicho). Y lo sé por experiencia. Recuerdo todavía con sorpresa la primera noticia que tuve suya: fue hace años, y no venía firmada por él. “Soy de esas personas que quieren el máximo de atención posible para su trabajo (supongo que como todos los que creamos algo) y el mínimo para su persona”, le he oído decir en algún momento en que alguien le solicitaba: “Necesito verte para escribir el texto”. A cambio creo que mandó un par de fotografías. En una, él miraba un cuadro blanco y sólo podía vérsele la nuca. En la otra, ésta sí de frente, no devolvía la mirada…
Yo tampoco lo conocía entonces personalmente, tampoco tenía referencias de su trabajo, siquiera. Una mañana cualquiera, al recibir el correo, abrí el sobre sin remite –otra clausura de la autoría- y leí que “había recibido algo por correo, abrió el sobre, sacó la tarjeta y leyó el texto que tenía impreso”. Sentí un escalofrío, un vértigo. Seguramente cerré los ojos, o cuanto menos dejé de ver por un instante. A ti te habría pasado lo mismo. El terror invade el cuerpo y nubla el mundo. Junto con la carcajada, este abismarse es el ejemplo más perfecto que conozco de la suspensión del juicio. Le debo ese momento privilegiado de la percepción que se abisma.
Cerré los ojos, Simon. Te negué el derecho a una recompensa por haber conseguido atravesarlos como una flecha y dejarlos clavados en el cerebro, donde reverberaba esa frase de apariencia tan inocente. Si la reacción hubiera sido sólo de sorpresa, es casi seguro que, como se suele decir, los hubiese abierto como platos, quizá incluso se me hubiesen salido de sus órbitas, que suena más gracioso todavía. Pero tras el acoplamiento perfecto que habías provocado entre el exterior de la cuenca del ojo y el interior de la lectura, ¡no había nada que ver!
Justo al revés de la celebérrima laceración del ojo con el filo de la navaja al comienzo de Un chien andalou, con la cual Buñuel expone bien a las claras que es todo movimiento reflejo, como el instinto de cerrar los ojos ante lo insoportable, lo primero que debemos superar para dejarnos llevar por ese encadenamiento sin fondo ni figura que implica el puro surrealismo. Sólo así, sin índice de fricción, sin resistencia intelectiva, es posible que lo abyecto se mezcle con lo pintoresco, o que lo grotesco se trasparente en lo interesante, o que lo sublime se superponga con lo ridículo, o que lo extravagante acontezca al unísono de lo nimio, lo procaz, lo maravilloso, lo gracioso…, ¡cualquier cosa!, literalmente. Y así hasta el infinito… Nace justo ahí la tenebrosa amalgama que desprecia lo discontinuo como elemento rítmico, organizador de lo que puede ser visto, o dicho, transformando el total de lo visible en una película sin cortes –sin censura, sin cesura-, destinada a impresionar un ojo al que, históricamente, ya no va a concedérsele tregua en el resto del siglo. Su interior, cóncavo, cristalino, preciso, se derramará a la vista de todos en esa superficie de ignominia y miserias heterogéneas que es la pantalla cinematográfica para los surrealistas, pioneros en la intuición de que ese terminaría por ser el estercolero visual de nuestra cultura, lo mismo que en el hecho de convertir la mirada en una tortura.
Así, pues, abrí el sobre, saqué la tarjeta, leí el texto que tenía impreso y cerré los ojos… Es la descortesía del público de la que hablaba tan lúcidamente Jean Genet frente al funambulista, cuando, durante los más peligrosos movimientos, para deslumbrarnos, danza al borde del abismo.
- [Frente a la pantalla: presentación, nudo, desenlace]
– Quereas (meneando la cabeza): A ese muchacho le gustaba demasiado la literatura.
– Segundo Patricio: Es propio de su edad.
– Quereas: Pero no de su rango. Un emperador artista no es conveniente. Hemos tenido uno o dos, por supuesto. En todas partes hay ovejas negras. Pero los otros tuvieron el buen gusto de limitarse a ser funcionarios.
-Albert Camus. Calígula–
Pero, como con toda probabilidad ya te habrás percatado, lector, los cuadros en esta ocasión no coinciden exactamente con la pantalla, no son la pantalla… Diversos restos codificados asoman aquí y allá, delatando cualquier posible identificación radical: las franjas negras horizontales, que aluden al efecto panorámico de la proyección; el área de los subtítulos esquematizados, en la parte baja de la imagen; las fila de butacas en la sala, que nos advierten de nuestra posición retirada con respecto al plano de representación… El hiperrealismo de la tautología visual (de la larga tradición pictórica occidental, del trampantojo a las figuras imposibles de Escher), se encuentra aquí por completo desactivado. Y quizá precisamente porque ni siquiera se intenta un engaño intencional a la base de nuestro sistema perceptivo, somos conscientes en todo momento de que, frente al avance de aquella tarjeta enviada por correo que irrumpió en nuestra intimidad, generando un corte en el plano del infinito que inauguraba o clausuraba el tiempo, como el kairós cristiano, nos encontramos ahora parapetados tras un burladero –otro plano de separación vertical- bien afianzado en la historia de nuestra cultura: el de los sistemas de ficción representacional. El cuadro –ventana o espejo-, delimita un espacio de intervención controlado.
Entonces, ¿abriremos tú y yo los ojos ahora?, ¿miraremos, por fin? Harold Rosenberg aseguraba que “cuanto menos hay que ver, más hay que decir”. Pero me temo que por muchas vueltas que le demos, bajo esta perspectiva no estará nunca claro qué signifique exactamente tal cosa delante de la serie titulada REMA (“discurrir”) que aquí nos ocupa, porque tal y como aseguraba Wallace Stevens, “El ojo ve menos de lo que dice la lengua. La lengua dice menos de lo que piensa la mente”, y en medio de este escamoteo constante, inverso a la suma sinestésica, la imagen crece conceptistamente en su mengua formal, hasta el punto que, a la manera de Gracián, no decir nada podría decirlo todo… O quizá, también, porque cuando no hay nada que ver es cuando puede decirse todo.
Así, llegada la hora de analizar la poética de Simon Zabell, a menudo se ha destacado por parte de la crítica cómo la estrategia textual de base para casi todos sus trabajos consiste en reproducir la experiencia visual del espectador -a menudo del que nace de un original literario-, en una suerte de nueva formulación del tópico horaciano ut pictura poesis. Félix Romeo lo resumió perfectamente al interpretar tal orientación en un aspecto desatendido: más que las relaciones entre las bellas artes y la literatura, al estilo clásico, se trataría más bien de las que se plantean entre lo visual y la lectura. Quizá por eso hay una presencia de la palabra escrita, y de la misma escrituralidad, tan acusada en su obra de los últimos años, y también en esta serie que se presenta por primera vez en el CAC de Málaga: los subtítulos, a los que acabo de hacer mención hace un momento, igual que los títulos de crédito al final de la película, se convierten en elementos geométricos al mismo nivel sintáctico que el resto de los componentes de la escena. Por otro lado, todo, el mundo de la película y el mundo de la sala cinematográfica, se supone que forzados a convivir en una auténtica mise en abysme, se filtra por un mismo tamiz de aires bauhausianos que encierran, cifrados, una presentación, un nudo y un desenlace que el visitante de la exposición o el lector de este catálogo terminarán por descubrir con un poco de paciencia. Semejante diégesis se articula al amparo de la dramaturgia clásica griega; ésa, precisamente, que la estructura fílmica adoptó como propia desde sus comienzos.
El caso es que, lector, sería fácil convencerte de que cuanto ves desplegarse ante tus ojos, cuadro tras cuadro, en esta serie, ayudado en buena media por una sutil puesta en escena a lo largo de las salas del museo (donde, una vez más en Zabell, la iluminación cobra una importancia determinante), es la llegada a la sala de cine, el visionado de la película y la salida, de nuevo, al lugar del comienzo. En definitiva, presentación, nudo y desenlace de una historia balbuciente, entrecortada, donde no importa tanto lo que ocurre como el sutil hecho de que acontezca visualmente coincidiendo, exactamente, con la mirada del sujeto paciente que eres tú mismo. O por decirlo de otro modo: que los límites del espacio de representación coincidan con el marco de representación al mismo tiempo que con el campo visual de un hombre-cámara hipotético, cuya posición tendremos que asumir.
Semejante enmarcado escópico de lo biológico en lo técnico conduce, en este caso, antes que al sex appeal de lo inorgánico contemporáneo al viejo arquetipo de The Man-Machine. Algo que supongo no dejará de gustarte a ti, Simon, que encontraste el impulso original de los cuadros de REMA en aquel detalle de la biografía no autorizada de los Kraftwerk donde confiesan que su éxito de 1983, Tour de France, nació por el intento de recrear la experiencia de ir en bicicleta –son fanáticos del ciclismo, como tú mismo-, y cuya primera versión incluía grabaciones del sonido de la cadena, de la respiración del corredor, de las ruedas sobre el asfalto, etcétera…
[Post-scriptum: También el materialismo radical de Julien Offray de la Mettrie le llevó a publicar, en 1748, L’homme machine, donde prolongaba el concepto de autómata de Descartes de los animales al hombre, argumentado a partir de la idea de la uniforme dependencia material de los estados del alma en los estados del cuerpo. El cerebro, lo mismo que el ojo, son órganos cuyas mecánicas internas específicas producen el pensamiento y la visión, indefectiblemente, de la misma manera que la representación, parece indicar Zabell, implica en su devenir una absorción sin rebabas, sin restos, del propio mecanismo de producción de lo real. Este plano, a diferencia del imaginario o del simbólico, por ejemplo, es reabsorbido –forma activa-, o se subsume –forma pasiva-, en su “encarnación” material; esto es, y en este caso: pictórica.]
Pero, a la postre, no puedo encontrar mejor manera de decir o explicarte todo esto que la que empleó otro artista, su cercano amigo, Jesús Zurita, hace un par de años, y que te cito por extenso: “La obra de Simon Zabell se sitúa en un extraño terreno dentro de la posibilidad narrativa. Nos ofrece imágenes tan cotidianas como cercanas, pero sin intención poética o constatadora. Su objetivo siempre ha sido el reformar plásticamente la imagen de la que parte para que los elementos que la constituyen dimensionen una nueva escena. No hace falta una trama literaria o un detalle de símbolos, sino una descripción en el contexto que corresponde, y este contexto no es otro que el estético. […] Así, el famosos ‘momento pregnante’ pictórico colapsa en sus cuadros, dando paso a una especie de ‘presente continuo’ donde la mirada real y la representada convergen y dan lugar a un encuadre propiamente fílmico. La narración, por fin, queda congelada para deshacerse de artificios externos y potenciarse con los internos, es decir, con los valores plásticos que le son propios.”
III. [Telón]
– Yo: ¿Querríais indicarme o explicarme, señoría, en qué dirección está la tercera dimensión, desconocida para mí?
– Desconocido: Yo vine de ella. Está arriba y abajo.
– Yo: Su señoría se refiere sin duda a lo que es dirección norte y dirección sur.
-Desconocido: No me refiero a nada de eso. Me refiero a una dirección en la que vos no podéis mirar, porque no tenéis ningún ojo de lado.
-Edwin A. Abbot. Planilandia–
Sólo la caída de un telón que no llega determinaría la posición exacta de lo que Zabell propone para nosotros; para ti, en cuanto que espectador, para mí en cuanto que voz crítica, ¿te das cuenta, querido amigo? Pero por mucho que esperemos no cae el muro, unificando dos realidades paralelas; no aparece por ningún lado ese margen a partir del cual señalar los límites extremos y últimos de la representación: un afuera en el texto que permita su comprensión y un acercamiento crítico, culminante. No nos queda a ambos, pues, más remedio que interpretar como figuras –retóricas- una posición predeterminada y estática, de la cual también podría sacarnos un director de escena cualificado que, ya lo he señalado al comienzo, aquí se ha retirado discretamente, mas por completo. “Los actores miran con excesiva frecuencia a la sala”, anotaba Genet en una ocasión durante sus ensayos teatrales. De todos modos se equivocaban mirando siempre las butacas de platea. Hay que trascender la miopía que se impone tradicionalmente con el artificio escenográfico de la representación (también la pictórica de Zabell); y ordena: “Si, por desgracia, deben mirarla, que tomen sus verdaderas medidas y que sus ojos lleguen al gallinero.”
Pero aquí no hay espacio para semejantes audacias. Todo se ha comprimido y el tiempo no trascurre con normalidad, a pesar de la secuencia lógica y narrativa que se deduce de determinado orden de estas telas, de la que por cierto cabría suponer alguna ordenación lineal, cronológica, causal o histórica. Es, más bien, como en aquel capítulo inolvidable, la “merienda de locos”, en la que Alicia pretende sentarse a merendar con el Sombrerero Loco, el Lirón y la Liebre Marcera: “¡No hay sitio!, ¡no hay sitio!”, la chillaban, a pesar de que la mesa era inmensa y ellos están todo apretujados en una esquina. Como seguramente recordarás, era casi lo mismo que la liebre iba diciendo mientras atravesaba a todo correr las páginas del libro, justo al comienzo de las aventuras de la niña: “¡No hay tiempo!, ¡no hay tiempo!” Y es que el Tiempo se les había detenido “para siempre” a las seis de la tarde a los absurdos comensales, obligándolos a desplazarse de un servicio a otro para tomar el té, pues no encontraban siquiera el momento para enjuagar la vajilla.
Dislocaciones semejantes son habituales en el tiempo y del espacio de toda dimensión lógica (la estética, el País de las Maravillas, el otro lado del espejo) con sus coordenadas específicas. Un poco el mismo agobio quizá termines por sentir tú, lector, ante esta historia donde se te invita a ir al cine y, habiendo llegado puntual, al final la sesión se dilata, haciéndose eterna… Tal vez, incluso, con un poco de suerte no podrás nunca salir de allí.
- [Tras la sesión]
– ¿Estás delante, detrás de nosotros?
– ¿Estás arriba?
– ¿Estás abajo?
-Edmond Jabes. El libro de las preguntas–
Simón, yo también necesito verte para acabar el texto. ¿Dónde estás, dónde te encuentras, dónde te sitúas tú en este trabajo? Necesito verte porque, ¿qué punto y final podríamos imaginar si no es en presencia del autor? No puede haber telón para ti, lector, espectador; ni para mí; pues más allá de la extraña disfunción del singular continuum tempo-espacial con que nos atrapa la serie, tal y como acabo de explicar, tampoco encontramos la firma… esa llave que abre y cierra toda proposición. Sin autoría cierta, ante la imposibilidad de administrar esta radical opera aperta, el ciclo de su propuesta queda inconcluso y, con él, el orden del relato. Pero ni en la distanciada factura de estas telas, sin huella ni mano, ni en su órbita de influencias, nada evidentes, ni siquiera en el contexto de otros proyectos que lo perfilen y vayan delimitando poco a poco como cuerpo cierto, presentimos al autor que se empeña en desocupar su espacio una vez organizada la tram(p)a de la narración, obligándonos, por último, a sustituirle. El artista, aquí, actúa, interpreta como lúcido escapista o tenebroso ladrón de cuerpos… Por eso su presencia es, entre nosotros, quién lo duda, una auténtica voz en off: manteniéndose a la misma distancia que la tradición (Los Otros, las voces de los ya idos), o la teleología de la propia técnica (herencia de la hija del alfarero Butades, según Plinio).
La muerte y la ausencia, pues, señalan una autoría empeñada en vaciarse de sus funciones tradicionales –el estilo, la maniera, el toque, la impronta personal, etcétera-, que aquí son sustituidas por estrategias de disolución y anonimato. Tal como aspiraba Flaubert, el autor se comporta como Dios en el Universo: presente en cada rincón, aunque visible en ninguno. Porque el hombre, tal como aseguraba el Abate Dinouart en El arte de callar (1771), nunca es más dueño de sí que en el silencio, “pues cuando habla parece, por así decir, derramarse y disiparse por el discurso, de forma que pertenece menos a sí mismo que a los demás.” Zabell es, por tanto, a su manera, otra de las figuras en que se encarna el Discreto Acompañante –como el vigilante del museo, el guardián entre el centeno, la gramática visual-; sólo que en esta ocasión ha creado ciertas condiciones ideales para acompañarnos al cine, habiendo él elegido la película y el asiento, y tenerle íntimamente cerca de nosotros sin siquiera oírle respirar… De hecho, miramos sólo lo que él quiere, vemos lo que él ha mirado con suma atención. Concentración propia del Creador; ocupamos, al final, su perspectiva –punto de vista, opiniones- privilegiada.
[Post-scriptum: al respecto, recuerdo una entrevista que le hicieron a Allain Robe-Grillet, tan caro a ti, Zabell, en la que le preguntaban sobre el hecho de adaptar novelas al cine, y el enorme potencial de la “distancia objetiva” del estilo flaubertiano, a lo que el escritor y director de cine respondía: “Los cineastas descubrieron que había un gran sentido de la descripción ahí, y de hecho, hubo muchas adaptaciones de las que puedo decir que las peores eran las más fieles. El efecto de imagen es algo muy distinto de la imagen. Esto Flaubert lo había entendido muy bien. Cuando salió su libro fue un éxito por el escándalo que produjo. Le hicieron un juicio por ultraje a las buenas costumbres, todo el mundo se precipitó a leerlo, y hubo un editor que le propuso hacer una edición ilustrada, con grabados, donde se verían los lugares, el retrato de ella. Y Flaubert se negó violentamente y en una carta escribió escandalizado: ¿por qué voy a permitir al primer imbécil que se le ocurra, mostrar lo que a mí me tomó tanto trabajo esconder? Esto nos demuestra hasta qué punto era moderno Flaubert. Había entendido que la descripción literaria no muestra; muchas veces enmascara y esconde; mientras que la imagen sí muestra, hay un efecto de mostración.”]
Fábula sin autor…, de acuerdo; pero, ¿fábula sin moraleja? Como una trampa que no se cierra y, no obstante, impide la huida de su presa gracias a la fascinación de un engaño, por medio de un juego de espejos paralelos que la aturde y encandila. O será mejor decir que la retarda, la paraliza… Por lo demás, ir al cine es siempre un poco eso, ¿no crees?, dejarse embaucar por un engaño entre lo que aparentemente está allí -moviéndose, además-, saltando de fotograma en fotograma, de cuadro en cuadro. Por eso tú, lector, que hoy has venido con nosotros, podrás decir al final si te ha gustado cómo acaba la película…
Ó.A.M. [Madrid, agosto-septiembre de 2008]